Aquel a quien ha sido el pueblo el que ha elevado al poder, debería ser, en mi opinión, más soportable y creo que lo sería, a no ser porque desde que se ve por encima de todos, orgulloso de aquello que llaman grandeza, toma la decisión de no abandonarlo. Y, por lo común, estos piensan en transmitir a sus hijos el poder que el pueblo les ha proporcionado y, desde el momento en que toman esta decisión, es sorprendente observar cómo superan en vicios y crueldades a los demás tiranos. Étienne de La Boétie.
Nosotros, los anónimos, somos acechados por francotiradores ocultos en edificios de aspectos honorables e inocentes. Desde hace décadas nos disparan a mansalva. Primero, estos asesinos se reúnen en bandas de cazadores.
Después, nos adoctrinan desde los institutos creados por ellos mismos. Más tarde, leemos sus amenazas en sus periódicos; recibimos el veneno desde sus programas de televisión. Por último, nos ordenan cómo pensar guiados por sus deditos índices levantados. La Nueva Santa Inquisición de la militancia juzga y condena: trafican los mensajes clandestinos del despojamiento.
Nosotros, como bandadas de patos, flotamos acribillados. Los francotiradores son siempre los mismos: se repiten en la calesita del Poder una y otra vez. Giran y giran pasándose unos a otros la sortija. Incluso se turnan para bailar sobre los rosados balcones. Como los siervos de un rey del Medioevo somos de su propiedad. A muchos de los anónimos los atraen con sus propagandas y sus melosas palabras. A otros, los seducen con las máscaras que tapan sus colmillos hasta convertirlos en patéticos Mefistos. Todos ellos forman parte de la clase gobernante: permanecen agazapados detrás de los aceros de la destrucción y de la mentira.
Nosotros, los seres anónimos de esta sociedad, corremos en círculos atravesados por sus balas mientras sentimos escurrir entre nuestras manos la hemorragia luminosa del amor.
Los muchachos odian.
Y nos lo hacen saber.