Desde hace un tiempo a esta parte, se vienen impulsando en nuestro país diversos proyectos de ley que proponen la implementación de jornadas laborales de 12 horas diarias, bajo el argumento de una supuesta “modernización” de las relaciones de trabajo y la necesidad de “adaptarse a los nuevos tiempos”. Sin embargo, tras este discurso de eficiencia y competitividad, se esconde una realidad mucho más sombría: el retorno a condiciones de explotación que creíamos superadas hace más de un siglo.
La jornada laboral de 8 horas no fue una concesión graciosa del capital, sino el resultado de décadas de lucha, sacrificios y sangre derramada por la clase trabajadora en todo el mundo. El lema “8 horas de trabajo, 8 horas de descanso y 8 horas de recreación” representaba un avance civilizatorio fundamental, reconociendo que el trabajador no es un mero recurso productivo, sino un ser humano con derecho a una vida plena fuera del ámbito laboral.
Proponer hoy jornadas de 12 horas es, lisa y llanamente, un retroceso histórico sin precedentes. Este tipo de regímenes, a menudo presentados bajo esquemas de “4×3” (cuatro días de trabajo por tres de descanso), aniquila la salud física y mental de los trabajadores. El agotamiento extremo aumenta exponencialmente el riesgo de accidentes laborales y enfermedades profesionales, reduciendo la expectativa de vida de quienes se ven sometidos a tales exigencias.
Además, el impacto social es devastador. Un trabajador que permanece 12 horas en su puesto de trabajo, sumado al tiempo de traslado, pierde prácticamente todo vínculo con su entorno familiar y social. ¿En qué momento se educa a los hijos, se comparte con la pareja o se participa de la vida comunitaria? Estas jornadas configuran una suerte de “esclavitud moderna”, donde el individuo vive para trabajar, perdiendo su identidad y su libertad en manos de la productividad desmedida.
Lo que resulta aún más alarmante es que estos proyectos suelen estar acompañados de la eliminación del pago de horas extras y la flexibilización de los convenios colectivos. Se busca que el costo de la crisis y de la falta de competitividad empresaria sea absorbido exclusivamente por los hombros de los asalariados.
La verdadera modernización no debería pasar por extender las horas de trabajo, sino por lo contrario: discutir la reducción de la jornada laboral sin afectar los salarios, aprovechando los avances tecnológicos para mejorar la calidad de vida de todos, y no para concentrar la riqueza en unos pocos a costa del sudor y el agotamiento de la mayoría.
Defender la jornada de 8 horas es defender la dignidad humana. No podemos permitir que, en pleno siglo XXI, se pretenda normalizar jornadas de 12 horas que nos devuelven a las épocas más oscuras de la revolución industrial. El trabajo debe ser un medio para la vida, no un fin que la consuma por completo.

